miércoles, 10 de septiembre de 2008

FALSAS SOLUCIONES

LORENZO CORDOVA
La segunda marcha contra la inseguridad realizada el sábado pasado constituyó, como la de hace cuatro años, una especie de catarsis colectiva con la que afloraron la impotencia y los rencores de buena parte de la sociedad agraviada por una criminalidad desbordada que ha rebasado, por mucho, al Estado.
Ahí, de nuevo, imperaron las consignas generalizadas a favor de establecer la pena de muerte o al menos de agravar las sanciones hoy existentes. De hecho, en las últimas semanas hemos visto multiplicarse las iniciativas en los estados que incrementan considerablemente las penas previstas para ciertos delitos.
Siento decirlo, pero me parecen “palos de ciego”; meros planteamientos reactivos frente a un problema, el de la inseguridad, que nos rebasa a todos por todos lados. Y esa reacción es igual de grave y preocupante que el lastimoso fenómeno que la provoca.
A las demandas de endurecer la severidad de las penas subyacen dos fenómenos: por un lado, el natural —y por ello irracional— instinto de venganza (el mismo que inspira a la ley del talión), alimentado por la ineficacia del Estado para combatir el delito (y que incluso llega a ser copartícipe del mismo), y por otro lado, la difusión de un verdadero “populismo penal” —como la ha bautizado Ernesto López Portillo— que ha venido caracterizando el discurso oficial (especialmente el del presidente Calderón).
Se trata de la expresión, para decirlo sin rodeos, por una parte de la impotencia social que alimenta peligrosas tentaciones autoritarias, y por la otra, de la ineficacia gubernamental que, contrario a lo que algunos funcionarios sostienen, evidencia el rotundo fracaso (yo diría la inexistencia) de una política pública de combate al delito.
Buscar la solución del problema de inseguridad en el endurecimiento de las penas es simple y sencillamente apostar por una falsa salida que está condenada a un inminente fracaso. El problema, como unos pocos hemos venido sosteniendo hasta el cansancio, no radica en la gravedad de las penas, sino en la efectiva expectativa de que las mismas se apliquen a quien cometa un delito.
Pero eso no es algo nuevo. Cesare Beccaria, el más grande penalista del siglo XVIII, lo señalaba con claridad: “Uno de los más grandes frenos de los delitos no es la crueldad de las penas, sino la inhabilidad de ellas (…) La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”. La claridad del razonamiento es indiscutible: es la certidumbre de la pena, no su monto ni su ferocidad, el factor que más pesa en la disuasión de los delitos.
¿Serviría de algo introducir la pena de muerte o incluso, como ha planteado insistente y simplistamente el Presidente, la cadena perpetua para algunos delitos, si la expectativa de la pena es mínima (como evidencia un estudio del CIDE, según el cual sólo 1% de los delitos cometidos termina en sentencia)? La respuesta es sencilla: ¡no!
Pero las implicaciones, por el contrario, sí podrían ser gravísimas. ¿Podemos imaginar lo que significaría establecer la pena de muerte con un sistema persecutorio tan precario, ineficiente y poco profesional? ¿Estamos tan seguros del aparato de procuración de justicia como para sostener la pena capital? ¿Y los derechos humanos dónde los ponemos? No son asuntos menores de los que, responsablemente, tenemos que hacernos cargo.
Investigador y profesor de la UNAM

PENSAR CHIQUITO

DENISSE DRESSER
Nada de pensar en grande. Nada de apostarle al "cambio" como bandera de lucha. Nada de promesas que no se pudieran cumplir. Nada de reformas verdaderamente ambiciosas con la capacidad de transformar al país. Desde el inicio de su presidencia, Felipe Calderón ha optado por el pragmatismo minimalista. Ha promovido la idea de lo posible por encima de lo deseable. Ha preferido pasos modestos pero seguros, en vez de saltos ambiciosos pero arriesgados. Y durante su primer año esa estrategia de "pensar chiquito" resultó funcional gracias a la aprobación de reformas que tanto presume. Pero hoy ya comienzan a ser cada vez más visibles los costos de esa ruta, así como sus límites. El presidente de los pasos pequeños descubre que como no inauguró un nuevo camino para México, corre el riesgo de quedar atrapado por el PRI en un callejón sin salida.

Sin duda Felipe Calderón vio el sexenio de Vicente Fox y juró no reproducirlo. Él no sería el presidente de la parálisis. Él no sería otro administrador de la inercia. Él sabría cómo negociar con el PRI y llegar a acuerdos que su predecesor siempre buscó pero no logró concretar. Él no tendría un gabinete donde cada uno de sus miembros hacía lo que se le daba la gana. A lo largo del primer año, el presidente que llegó hizo todo lo posible para demostrar cuán diferente era del que se había ido. Y de allí que gran parte de su energía se centrara en sacar acuerdos, obtener reformas, privilegiar la negociación eficaz por encima de la transformación quizás deseable pero inasible. El pragmatismo pequeño se volvió el sello de su administración.

Calderón no buscaría ser el presidente del cambio sino el presidente del empleo. No intentaría remodelar la casa sino "vivir mejor" en ella. No promovería reformas integrales que solucionaran los problemas de fondo, sino reformas parciales que le compraran tiempo y le permitieran acumular capital político. Pensó y piensa que en realidad no tenía otra opción. Como lo ha dicho desde el inicio de su gobierno y lo ha reiterado a lo largo de la última semana, el PAN no tiene mayoría. La realidad del gobierno dividido entonces lo obliga a negociar y pactar, ceder y retroceder, hacer concesiones y vivir con sus efectos aunque fueran contraproducentes. Y como pocas veces puede negociar con el PRD, toca una y otra vez en la puerta del PRI. Así comienza la dinámica que distingue a la presidencia de Felipe Calderón y explica por qué ahora se encuentra en una posición difícil. Porque el PRI pacta pero obtiene cada vez más cosas que quiere a cambio. Porque el PRI se suma a las iniciativas del presidente pero también las condiciona. Porque el PRI aprueba reformas, pero por el tipo de intereses que protege, también las diluye.

Paradójicamente, el presidente que tanto quiso distanciarse de su predecesor emula la estrategia que inauguró. Sólo que Calderón es más eficaz. Vicente nunca pudo llegar a acuerdos con el PRI y ahora Felipe lo hace. Vicente nunca pudo obtener el apoyo de un Congreso dividido y ahora Felipe lo celebra. Vicente nunca pudo vanagloriarse de reformas electorales, fiscales, judiciales y ahora Felipe puede aplaudir su aprobación. El problema es que a un costo muy alto. Quizás el presidente no tiene más alternativa que el pragmatismo que lo propulsa a los brazos del PRI. Quizás ante las constricciones que produce un gobierno dividido, no le queda más remedio. Pero al ir de la mano con los representantes del pasado, no puede romper con él. Al conseguir el consenso a toda costa, sacrifica la ambición moral que alguna vez lo caracterizó. Al aliarse con los artífices de las peores prácticas, no puede denunciarlas. Al obligar a su partido a cerrar filas con los priistas, contribuye a limpiarles la cara. Al pactar con el viejo PRI -Beltrones, Gamboa y tantos más- ayuda a restaurarlo.

Y Calderón obtiene lo que quiere pero da más de lo que recibe. Entrega más de lo que le otorgan de vuelta. Empieza a perder más de lo que gana. Al igual que Vicente Fox, coloca el centro de gravedad de su gestión en el Congreso y en la capacidad para sacar reformas allí. Concentra tanta atención en la dinámica del Legislativo que se le olvida actuar como representante del Poder Ejecutivo. Pasa tanto tiempo en la negociación con el PRI que se le olvida tratarlo como adversario. Necesita tanto al PRI que acepta todos sus términos y para mal. Su gobierno demuestra un pragmatismo quizás necesario pero no lo suficientemente sagaz. Una y otra vez, Manlio Fabio Beltrones le gana la partida al presidente y a sus negociadores. Una y otra vez, el interlocutor designado por el gobierno panista aprovecha oportunidades para desacreditarlo. Una y otra vez los priistas consiguen lo que quieren de Felipe Calderón, a quien están logrando someter.

Tanto el presidente como su partido no parecen entenderlo: el PRI viene de regreso y en una posición mucho más sólida. Antes los priistas estaban divididos; hoy marchan unidos. Antes se peleaban entre sí; hoy pelean para volver a Los Pinos. Antes no tenían otra opción que Roberto Madrazo; hoy acicalan a un joven dinosaurio para que no lo parezca. Antes no podían argumentar que la alternancia ha fracasado; hoy se preparan para hacerlo. Antes no podían usar el argumento de la eficacia en su favor; hoy los traspiés del gobierno panista les permite enarbolarlo. Encuesta tras encuesta los priistas se posicionan para ganar posiciones en el Congreso y eventualmente recuperar la presidencia. Ocho años de gobierno panista les han ayudado. Ocho años de pragmatismo contraproducente los han solapado. Ocho años de cambios tan pequeños llevan a que el PRI se haya vuelto -de nuevo- tan grande.
Por eso, al gobierno de Felipe Calderón le hace falta lo que los estrategas políticos estadunidenses llaman un game-changer. Algo que cambie el juego en su favor. Algo que alerte al presidente sobre las consecuencias de negociar con los priistas de la forma como lo ha hecho. Algo que indique la capacidad de arrinconar a Beltrones/Gamboa y no sólo reaccionar ante ellos. Algo que cambie las percepciones de debilidad que crecen en torno a su gestión. Algo similar a lo que ha hecho John McCain al escoger a Sarah Palin como su compañera de fórmula. Algo que debe ir mucho más allá de anunciar el Día del Secretario y diseminar spots y conceder entrevistas a los medios y reiterar que México va por el camino correcto. Porque el camino que Felipe Calderón ha pavimentado es el que le pemitiría al PRI regresar a Los Pinos. La apuesta presidencial al pragmatismo de pasos pequeños ahora está empujando al país hacia atrás.